Reflexión dominical XXVIII Domingo Ordinario, ciclo A
Escrito por Redacción / Visión TamaulipasDios nos quiere mucho ¡Y cómo podría no querernos, si él nos creó! Por eso nos invita a ser felices por siempre gozando de su amor[1]. Esto es lo que Jesús nos enseña a través de la parábola en la que nos habla del Reino de Dios como un banquete de bodas, donde él enjugará nuestras lágrimas y destruirá la muerte[2] ¡Qué gran esperanza! Esperanza, es lo que necesitamos todos para seguir adelante. Porque, ¿quién no tiene penas? ¿Quién no enfrenta dificultades? ¿Quién no quisiera vencer a la muerte? La esperanza es confianza en que el futuro será mejor.
Por eso el Papa dice que la esperanza mantiene la vida[3]. Y esa esperanza nos la da Jesús, que ha venido a rescatarnos del pecado, a reunirnos en su Iglesia, a comunicarnos su Espíritu y a hacernos hijos de Dios, ¡partícipes de su vida plena y eterna! Y por si fuera poco, él mismo nos conduce para que alcancemos esa dicha sin final[4]. Sin embargo, a veces no le hacemos caso. Preferimos, como dice el Papa, apoltronarnos en el sillón de las ganancias, de los placeres, de algún hobby. Entonces el corazón no se dilata, sino que se cierra. Y como todo depende del yo –de lo que me parece, de lo que me sirve, de lo que quiero– se reacciona de mala manera, como los invitados en el Evangelio, que maltrataron a quienes llevaban la invitación, sólo porque los incomodaban[5]. Por eso hoy se maltrata a los que proclaman la verdad de Dios, y defienden la vida, la dignidad, los derechos y los deberes humanos. Y así el mundo se vuelve oscuro. La gente se siente sola, sinsentido y desesperanzada. Porque cuando desconfiamos de Dios nos sucede lo que al mosquito al que su mamá le advertía: “Vuela con cuidado, porque hay muchos peligros”. Pero éste le respondía: “No es cierto. Cuando salgo toda la gente me aplaude!” ¡El mosquito no se daba cuenta que la gente trataba de matarlo! Dios, que nunca deja de amarnos, no se resigna, sino que nos sigue invitando al banquete de la vida verdadera. Ojalá le hagamos caso y nos demos la oportunidad de participar en el banquete de su amor sin final, vistiendo el traje de fiesta, que, como recuerda san Gregorio, es el amor[6]. Ese es el traje que debemos vestir cada día, en casa, la escuela, el trabajo, la parroquia, la comunidad: el amor, que es saber comprender, ser pacientes, justos, serviciales, perdonar las ofensas y pedir perdón a los que ofendemos. ¿Qué cuesta trabajo? Sí. Pero, como dice san Pablo, todo lo podemos unidos a aquel que nos da fuerza[7]. Como los mártires de Tlaxcala, canonizados hoy por el Papa, permanezcamos unidos a Jesús escuchando su Palabra, recibiendo sus sacramentos, conversando con él en la oración, y él nos ayudará a vestir el traje del amor a Dios y al prójimo, que hará nuestra vida feliz en esta tierra y felicísima por siempre en el cielo.
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