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Sábado, 08 Abril 2017 21:18

Reflexión para el Domingo de Ramos.

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El pecado nos jala hacia abajo; hacia el mal y la muerte. Y aunque sentimos su fuerza, y muchas veces nos dejamos llevar por ella, deseamos ir hacia arriba; hacia el bien y la vida, que es Dios. Pero, ¿cómo subir a las alturas? Siendo elevados por Dios, que en Jesús se ha abajado haciéndose uno de nosotros para llevarnos a él[1].

Por eso, al comenzar Semana Santa, le decimos: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”. Sólo él, como afirma el Papa, nos salva del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza[2]. ¿Cómo lo hace? Con el poder del amor, que es el único poder capaz de hacer triunfar para siempre la verdad, la unidad, el bien, la justicia, el progreso, la paz y la vida. Escuchando al Padre, que quiere que todos seamos por siempre felices con él, Jesús no se echó para atrás[3], ni siquiera cuando fue traicionado por un amigo y abandonado por los demás; cuando fue calumniado, humillado, golpeado, escupido, azotado, coronado de espinas, injustamente condenado, despojado y clavado en la cruz. Aunque sintió tristeza y angustia, hasta exclamar: “Dios mío, ¿porqué me has abandonado?”, no se dejó arrastrar por el mal, sino que permaneció libre, fiel a su identidad de Hijo de Dios, que es amor, amándolo, confiando y esperando en él[4]; amándose a sí mismo, viviendo como Hijo suyo; y amando a todos, hasta dar la vida para, como dice san León Magno, convertir la muerte de eterna en temporal[5]. ¿Y nosotros? ¿Cómo reaccionamos ante el mal, cuando lo sufrimos o cuando somos parte de él? Porque a veces somos espectadores, otras veces somos víctimas, y otras veces somos victimarios. ¿Somos como aquellos que, manipulados por quienes buscaban sus propios intereses, prefirieron a Barrabás a Jesús, para quien exigieron la crucifixión, y luego, mirándolo destrozado en la cruz, lejos de sentir compasión, le hicieron bullying? ¿Somos como los discípulos, que prefirieron descansar en lugar de orar, y que cuando llegó la hora de la verdad, debilitados, se dispersaron, abandonaron al que es la vida, y finalmente, cuando se les necesitaba, brillaron por su ausencia, dejando así que se cometiera una injusticia? ¿Somos como el Sanedrín o como Judas, que rechazaron a Jesús por no ajustarse a sus ideas? ¿Somos como Pilato, que para no comprometerse dejó de hacer lo que debía? ¿Somos como los soldados, que descargaron sus frustraciones en quien vieron débil e indefenso, sintiéndose así “poderosos”? Cuando sufrimos alguna injusticia y vemos tanto mal en el mundo, ¿actuamos como Jesús? ¿Confiamos en Dios y acudimos a él para pedirle que se haga su voluntad, que es lo mejor? ¿Nos mantenemos firmes en la verdad, con libertad, humildad y dignidad? ¿Perseveramos en el amor, buscando el bien de los demás? ¿Sabemos hacer equipo? ¿Mantenemos la mirada en la meta que nos aguarda? Como el oficial romano, reconozcamos a Jesús, que nos ha recordado que todo lo que hagamos a los demás –a la esposa, a los hijos, a los papás, a los hermanos, a la suegra, a la nuera, a la cuñada, a los abuelos, a los compañeros, a los subordinados, a los pobres– se lo hacemos a él[6]. Velemos, oremos y sigamos su camino de amor. Así seremos libres, contribuiremos a construir juntos una familia y un mundo mejor, y alcanzaremos la altura de la vida por siempre feliz que sólo Dios puede dar.

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